En los últimos años, ha ido en aumento la participación de la mujer en casi todo el mundo, incorporándose al empleo y al trabajo remunerado. El empleo femenino ha crecido en forma acelerada respondiendo a necesidades económicas, sociales y de género. Dicho crecimiento se debe, en parte, a presiones de movimientos feministas por el derecho a la igualdad, justicia y avances en diversas áreas: laboral, educativa, familiar, reproductiva, por citarse algunas.
La extensión de la mujer y su participación en el campo laboral ha sido considerable en países desarrollados, sin embargo, en América Latina los avances han sido tímidos y con la pandemia por el Covid-19, las condiciones laborales han ido en detrimento. Según la CEPAL, la tasa de participación laboral de las mujeres se situó en 46% en 2020, mientras que la de los hombres en 69% (en 2019 alcanzaron un 52% y un 73,6%, respectivamente)[1]. Otros datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), señalan que la crisis económica causada por la pandemia de coronavirus llevó a 13,1 millones[2] de mujeres a perder sus empleos en Latinoamérica y el Caribe en 2020.
La crisis del coronavirus ha aumentado la carga asociada al trabajo no remunerado, el cual, tal como lo plantea la CEPAL (Measuring the impact of COVID-19, 2020), es llevado a cabo en mayor medida por la mujer, y actualmente se ha incrementado debido al cierre de las escuelas y al mayor número de personas que requiere cuidados especiales.
En consecuencia, desde el enfoque de género, el tiempo se vuelve un recurso estratégico, donde su uso efectivo se distribuye de forma desigual (ONU Mujeres, 2018), lo que se traduce en la reducción del acceso de las mujeres a participar en el mercado laboral, y además, perpetúa la baja valoración social dada a los trabajos relacionados con el cuidado familiar
Por otra parte, y a pesar de contar con mejores niveles educativos, la incorporación de mujeres no solamente sigue siendo en sectores considerados tradicionalmente femeninos y no estructurados, por lo que se realiza en condiciones de desprotección social: la proporción de mujeres que no tiene seguridad social es superior al porcentaje de hombres en esa situación.
La incorporación de las mujeres no ha sido acompañada por sistemas de corresponsabilidad social tanto en el trabajo como en la familia, generando conflictos en diferentes escenarios de la vida de la mujer. En América Latina y, concretamente, en Venezuela, la pobreza, aunado a la precarización de servicios, produce mayores tensiones y feminización de la pobreza acentuándose en hogares encabezados por mujeres.
En el caso venezolano, un tercio de la población femenina “no logra generar ingresos para su autosuficiencia, y casi el 52% está fuera del mercado laboral realizando actividades económicas informales que sólo son una alternativa de subsistencia precaria”[3]
Dadas estas consideraciones, en un país sumido por la pobreza, agravamiento de derechos humanos y ausencia de políticas públicas para la igualdad de género, urge promover procesos incluyentes que garanticen el acceso a las mujeres y, sobre todo, a las más desprotegidas, a la educación y tecnologías que potencien sus habilidades y puedan revertir las brechas económicas que se traduzca en mayor independencia.
El rol, y obligación, del Estado es responder a la ciudadanía las exigencias en materia de igualdad de género y fomentar la participación de todos los actores en el proceso de construcción de políticas públicas que superen la concepción de género que predomina en la actualidad.
[1] https://www.cepal.org/es/comunicados/la-pandemia-covid-19-genero-un-retroceso-mas-decada-niveles-participacion-laboral
[2] https://www.dw.com/es/m%C3%A1s-de-13-millones-de-mujeres-perdieron-sus-empleos-en-latinoam%C3%A9rica-debido-a-la-pandemia/a-56789555
[3] https://talcualdigital.com/en-pleno-siglo-xxi-55-de-las-mujeres-no-tiene-empleo-formal-en-venezuela/